Publicado el: noviembre 19, 2024Post de 745 palabrasSe lee en 7,4 min.

Leer una obra literaria en su idioma original es una experiencia incomparable que nos acerca directamente al alma del autor y a los matices culturales que impregnan su creación. Esta práctica, defendida por escritores, editores y estudiosos a lo largo de la historia, no solo enriquece nuestra comprensión del texto, sino que también nos permite experimentar su belleza y autenticidad en toda su magnitud.

Como afirmaba Italo Calvino: «La traducción es el verdadero modo de leer una obra extranjera, pero nunca será el modo definitivo». Cuando leemos un texto traducido, por más excelente que sea el traductor, nos enfrentamos a una interpretación. Los matices, juegos de palabras, rimas y ritmos que el autor eligió cuidadosamente en su idioma original pueden diluirse o transformarse en otra lengua.

Por ejemplo, Vladimir Nabokov, maestro de la prosa, defendía la lectura en idioma original y, al referirse a su novela Lolita, enfatizaba que su delicada estructura de aliteraciones, sonidos y ritmos era prácticamente imposible de reproducir en una traducción: «Las palabras no solo dicen lo que dicen, sino que cantan. Y el canto solo se oye en su lengua materna».

Leer en el idioma original también nos conecta con el contexto histórico y cultural en el que la obra fue escrita. Gabriel García Márquez, en una entrevista, subrayó que «el español tiene una música que ningún idioma puede imitar». Esa música, presente en su obra cumbre Cien años de soledad, contiene la esencia de la oralidad caribeña y los giros del español latinoamericano, elementos que el lector anglófono no puede experimentar completamente a través de una traducción.

En el caso de William Shakespeare, el crítico Harold Bloom advertía que «la grandeza de Shakespeare radica en la inventiva de su idioma». Sus juegos de palabras, neologismos y versos cargados de significados múltiples a menudo se pierden al trasladarlos a otro idioma. Obras como Hamlet o Macbeth adquieren una dimensión más rica y profunda cuando se leen en inglés isabelino.

Las traducciones, aunque esenciales para la difusión de la literatura, inevitablemente reinterpretan el texto. Umberto Eco, autor de El nombre de la rosa y traductor experimentado, señaló: «La traducción es el arte de la traición controlada». Aunque el traductor aspire a ser fiel al texto original, las decisiones lingüísticas que debe tomar tiñen la obra con sus propios sesgos culturales y estilísticos.

Esta reinterpretación puede alterar incluso el mensaje más esencial de una obra. Un caso paradigmático es el de Madame Bovary de Gustave Flaubert. Flaubert era obsesivo con la precisión de su lenguaje, cuidando que cada frase tuviera el ritmo y la sonoridad adecuados. Leer a Flaubert en francés es entrar en contacto con esa musicalidad deliberada, un aspecto que difícilmente se transfiere a otras lenguas.

Leer en el idioma original, más que un ejercicio académico, es un acto de fidelidad hacia el autor. Jorge Luis Borges, políglota consumado, argumentaba que «el lector ideal es aquel que tiene acceso al texto tal como fue concebido». Borges era un defensor apasionado de la lectura en idiomas originales, pues consideraba que solo así se podía experimentar la verdadera grandeza de autores como Kafka, Cervantes o Dante.

Por supuesto, este acto requiere esfuerzo, especialmente cuando el idioma no es nuestra lengua materna. Sin embargo, los beneficios superan con creces las dificultades iniciales. Como expresó Ezra Pound: «El lenguaje es el mayor tesoro de una civilización, y dominarlo es la única forma de descifrar sus secretos».

Leer en el idioma original no es solo una práctica literaria; es una experiencia transformadora que nos acerca a la esencia de una obra y de su creador. Nos permite saborear la música, el ritmo y la profundidad de un texto, conectar con la riqueza cultural del idioma y superar las barreras de la interpretación. Aunque las traducciones son esenciales y valiosas, aprender a leer en el idioma original es un gesto de respeto hacia la literatura y una puerta abierta a una comprensión más profunda del arte y la humanidad. Como resumió Franz Rosenzweig: «Toda traducción es una escalera hacia el original, pero el placer de alcanzar la cima solo lo conoce el que sube».

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